Mientras que climáticamente nos vemos avocados al calentamiento y al cambio acelerado de las temperaturas y condiciones ambientales, lo humano se allega irremediablemente a lo frívolo, al enfriamiento de sus fuerzas más nobles.
El clima nos obliga a la desnudez del cuerpo, a abanicaros con el sinsabor de la impotencia, esa que desatiende las teclas del piano por presionar las teclas de un ordenador; que olvida el contacto de la otra piel por acariciar un trozo de plástico. Por empujar a las cifras contra los números, arrinconando a la poesía en el espacio recóndito de lo que por ser indestructible, para sus intereses, se hace despreciable. Esa misma desnudez nos revela helados, tiesos como cualquier engranaje de aleación pesada, inerte y malforme. Piezas de un motor azuzado por los símbolos del dinero, tan distantes de lo que en otro tiempo nos hubiera llevado al enfrentamiento y muerte por una creencia que implicara, incluso, sobrellevar a cuestas la pobreza.
Así nos muestra este tiempo al ombligo que gira desde su centro para incomodar al centro del otro, y continuar con la vorágine, en el ciclón destructivo del sinsentido, perpetuando el grito que ensordece.
Mientras todo en el mundo se acelera, tanto demográfica como destructivamente, nacemos y morimos en exceso, con excesos, preguntando e ignorando con la misma intensidad, y pese a esto, el hombre en su fuero más próximo se aquieta, inmovilizado por un veneno, un soporífero acaso inyectado por él mismo para soportar el desconcierto y no desfallecer ante la desarmonía que desafina sus fibras más delicadas. Un hombre que ha preferido ver la naturaleza en la imagen virtual, imaginaria y discursiva; en la réplica y falsificación descolorida, insípida, que en la naturaleza misma. Ha decidido que es preferible que otros le cuenten qué es el amor, a qué sabe la música. Ha permitido que otros vivan por él, cuando también duda de que esos otros existan, o que no sean como él: un maniquí de algo que pudo ser humano, al menos en forma y no en sustancia. Así nadie podrá moverlo ni sacarlo del estupor, no habrá príncipes azules ni realeza de ningún color, puesto que ya no quedan hijos de dios entre los hijos del hombre. Y cómo una estirpe de hombres mecanizados podría engendrar un vástago que no sea repudiado por las elevadas esferas de las esperanzas humanas.
Nacimos en la debacle. Fuimos paridos en la caída. Vinimos con el signo del desalojo y del destierro. Nacimos, sin embargo, con el recuerdo impreso en la carne del espíritu. Por eso el vértigo no merma la velocidad de nuestra picada y como fieros halcones arremetemos contra la profundidad del vacío. Con los ojos abiertos desafiamos la muerte, aunque, por sobretodo, desafiamos a la medio vida que subyace a las pieles de los seres de nuestro tiempo. Seres que han preferido lubricar con su sangre al reloj, quizá para que no suene demasiado duro, y no les despierte; pero que tampoco se estanque, porque así sepa o intuya que no existe el tiempo, no han de romper los horarios.
Qué haría con tanto tiempo libre si le han educado para la esclavitud, para el servilismo, y nunca para dictarse su propia ley, como lo supremo le manda. Han preferido empeñar sus sueños a cambio de una plaza estable, una mesa en un buen restaurante, o una cama cómoda donde ni hace el amor ni sueña nada. Nada, porque para soñar se necesita sangre. Y somos cadáveres movidos por fuerzas no renovables, una fuerza que al igual que la existencia, no nos será devuelta así lo pidamos.
Impotentes para escoger el papel y ser una voz primera, nuestras obras, nuestros teatros, nuestro mundo, con su indecisión se llena de extras. Impotentes para comprender el juego, en cuanto a la infelicidad, se constriñen a seguir las reglas.
Y por eso de vez en cuando tiembla, vibra, resuena la intrépida roca madre. Sacude las hormigas que la caminan, queriendo mover sus hormigueros; mostrárselos frágiles y efímeros. Queriendo decirle al hombre en todos los lenguajes que es momento de volver a hablar con los silencios sagrados del alma. Así en las grietas del mundo se asoma el arte, incólume y pendenciero, como la lava se desperdiga quemando para asentarse luego en forma de tierra virgen. Extirpando para que vuelvan a crecer las ramas.
Así el arte brota temblando, explotando, sin avisar ni enviar recados. Llega de improvisto como llegará, si acontece, el fin del mundo, en el que se sabrá de él cuando todo haya acabado.
Movimientos bruscos que recuerdan, a la fuerza, que todos los rascacielos son de naipes, y las obras más dignas de altura no alcanzan ni un palmo, ya que el único templo digno es el del amor y no requiere edificaciones externas. No hace menester ni de un ladrillo. El amor no quiere crecer, porque ya está elevado. Más bien en su gratuidad ha levantado los refugios para los que sí requieren de escaleras, y que hoy día son ruinas y ecos de pensamientos lejanos. Remanentes de los mundos más profundos. Portales que se erigen como entradas a uno mismo, donde yacen los dioses, sus altares y sus cantos. Donde se probaban los sabores que hoy se añoran y con nostalgia se invocan sin saber cómo se han de preparar. Pues la memoria está desgastada y atiborrada de textos superfluos, de palabras de mal gusto que por ser artificiales, duplican sin lograrlo a lo genuino, y quieren suplantar con malos doblajes a la voz original, que no está demás decirlo, es la única que existe.
Saberla reconocer, saberla apreciar, saberla escuchar y pronunciar, saber elevarse a sus notas más agudas y aterrizar con ella siempre en un lugar más alto. A mitad de camino entre lo llano del horizonte y las amplias curvas del cielo que, por ser infinitas, nunca se tocan; haciendo más corto el camino entre lo que se siente y lo que se hace, muriendo esta vez para renacer en la única vida que nos es propia, esa inabarcable cantata a lo absoluto.
Se trata de ver los colores del arcoiris. La totalidad en la parte. No quedarse con los primeros tres sino abrir las siete puertas. Nuestras almas son bebes que merecen crecer y expandirse. Lanzarse hacia sus posibilidades y no encogerse en los miedos e imposiciones, que no vienen tanto del exterior como del corazón arrugado, de los pensamientos avinagrados y los instrumentos abandonados en las esquinas más recónditas de la existencia.
Pues teniendo las mismas alas, lo que diferencia a los ángeles y a los demonios es la dirección hacia la que vuelan. Al menos vuelan, se desplazan, danzan en la creación y el caos; en cambio nuestro hombre se estanca, pasmado, en la contemplación de su nada. Desprecia el acercamiento a la naturaleza que ansiosa del encuentro se transmuta en música, en símbolo humano sin extraviar lo salvaje, respetando la alteridad de lo que crece sin el cuidado de las manos. Desprecia el compartir con los animales que deja de amaestrar las manchas de su pelaje, para que sus símbolos sigan briosos y pueblen la árida estepa de la mente mecanizada.
El hombre y la mujer han olvidado hablar el mismo idioma. Ni si quiera se entienden a sí mismos. Cómo podrían entonces hablar con la naturaleza, o cómo podrían ponerse de acuerdo sobre la dirección de la proa. Tan próximos en los cuerpos, atiborrados en cardúmenes urbanos, tan lejanos en sus almas. Sintiendo el amargo abandono de la falsa compañía. De esa que duerme con otro que se desconoce en la madrugada. Ese otro que duerme en la misma recámara del sí mismo. Y que implora le cantemos esa oración que se recita en el silencio, y que se calla para escucharse en el clamor, la agonía y el sonido que pronuncian millones de bocas. Las mismas que cansadas de repetir la insatisfacción diaria, toman en sus picos, como cisnes, la leche del agua, la miel de los aguijones, el perfume sutil que se abre camino en la inmundicia del mundo ordinario. Un mundo que se presenta como normal y único, pero es en realidad incompleto y doloroso ya que por darle la espalda a lo divino también le dimos la espalda al único espejo que podía reflejarnos completos.
No se trata de irse a otro lugar, de irse a otro tiempo, de escapar a otra guarida temporal, sino de habitar el eterno presente y verlo con la amplitud del ojo de Dios: aquel que es capaz de ver hacia todas direcciones, sin obstáculos, mientras que nunca quita la mirada de sí mismo.
Así camina sin perderse en el laberinto. Ama, comparte y crea, se aparta y destruye en el juego poniéndose las máscaras, quitándoselas, disparando en el comienzo y cerrando esta simple perorata con un ‘gracias’.