Detrás de la puerta

Quise crecer a mis espaldas. Quise negarme en el arrobamiento, en el arte, en los libros, en los lejanos conceptos de la filosofía y los huesos de los sabios. Pero fui un idiota. No se puede buscar a dios por temor a uno mismo porque entonces él –o ella- se esconderá detrás de la misma puerta que quise cerrar de un portazo. Huí de mí, hacia cualquier sonrisa, como si afuera no disminuyeran peor los bustos de arena expuestos a las bofetadas y caricias del viento.

Crecí con la sed que deja besar unos labios e idolatrar un perfume que se esfuma con olerlo. Queriendo buscar la verdad, marché en contravía siguiendo la inercia de un tiempo que se viene abajo cual avalancha enardecida. Por eso aprendí a correr, para que no me aplastara la sordidez de mis versos.  Ahora no sé cuánto tiempo ha pasado. No sé tampoco si algún número será suficiente para contar tantas vidas que ocurren en tan breve lapso. Camino despacio, fijándome en los lozas que voy dejando. Pensando en que seguro saben más sobre nosotros porque conocen dónde poner las trampas que pisamos.

Y ahora que me enfrento a lo que hay debajo del tapete de los sueños, ahora que por fin encuentro las pisadas del invisible en el polvo, ahora que sé que no estoy enfermo, no me salvo del todo. Lo sé. También voy dejando allí mis huellas para hacerle compañía a la farsa. Para que la compañía del teatro no se quede sin público ni elenco sobre el escenario.

Pero ya, por lo menos, no me engañan las sombras obvias. Voy conociendo mejor y a tientas las tonalidades del negro que se citan en las finas hebras de un cabello cuando no está peinado.  Así he ido cambiando de dirección mientras voy al mismo lado. Camino hacia ambos extremos estirando las piernas. Bailando sin sentir los pies. Tarareando mal las melodías que no tengo al lado. Quizá el sonido sepa volver a su propia casa y me invite a pasar la noche.

No niego que cuando entra el sol por la ventana se me abren los ojos como girasoles hambrientos. Que al leer un poema lo repito y lo repito para exprimir su jugo. Que en la luna está mi asiento. No niego que me ha costado adaptarme a mi nueva casa rodante porque se han soltado varias veces las ruedas. No niego el sabor dulce de la sangre. Ya, por fin, no me doy la espalda, no me niego, pero para sorpresa de muchos, girarme tampoco equivale a encontrar un rostro. Es mas bien su opuesto, entender que no necesito cara. Que los ruidos del mundo son mis ruidos, que la alegría de otro es mi sonrisa, que cuando me cruje el estómago no sólo es mi hambre.

Una fuerza me sostiene y pronuncia a pesar de mis intentos de callarla: Soy lo que cada uno es: la lágrima que derramó los mares, el primer canto que se escucha cuando cede el invierno. Soy lo que para todos negué: una puerta que se abre a todos los lugares, incluyendo los sótanos.

¿Y Dónde quedó Dios? Seguro está en el medio del océano, ya no lo busco.
Hoy me encuentro.

 

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