El Gran Artista

Entré y tomé asiento. La introducción fue breve. El prior golpeó con su bastón 3 veces y se levantó sin permitir que le ayudaran. Subió a la tarima y empezó a gesticular oraciones, secretos, permisos.

«Son los dioses lo que me acaban de aleccionar, de traer ante ustedes. A ellos les rindo pleitesía y me sonrojo por mi ignorancia. Pero yo también fui sacerdote. Yo sé bien lo que es la idolatría porque me llegué a embeber de ellos, de ser blanco de sus angustias y ser atravesado por sus infames deseos y cantos.

«Pero me harté de la hipocresía de tomar por dioses a los hombres corrientes, de reverenciar a mis superiores. Quizá no sean todos así, pero los clérigos oscuros que seguí daban o mejor, tomaban de los dioses sus nombres para sentirse mencionados en nuestras plegarias. Y mañana tras mañana, y noche tras noche, en la disciplina ascética que nos define les dimos poder por inclinarnos ante su nombre. Y nos desviamos de la disciplina, precisamente por cumplirla tan rigurosamente. Porque es medio y no fin, porque es herramienta y no obra, porque nos quedamos con el texto y no con sus contenidos. Y deserté y me aparté a las sombras, hermanos, que ahora nos unen.

Así que les revelaré un misterio que me costó la vista adquirir.

Todos los espectadores se sorprendieron y  cuando el prior abrió sus ojos se mostraron blancos completamente, brillantes y grandes, fijos detrás de nosotros, en recuerdo de la mirada trascendental que no se distrae con las figurillas y que no delata a la mente en sus persecuciones oculares porque es capaz de entrever en cada cosa, lo que busca en cualquier otra. Era intimidante ya que era capaz de apuntar con sus ojos ciegos a los ojos de los videntes, sabía que nos estaba hablando a nosotros y lo peor, que podía imaginarnos a cada uno intimidados por su nula vista. Y continuó:

«Desde la noche de los tiempos, han sido los artistas los verdaderos sacerdotes de Dios. Jamás los que cargan la sotana y el cayado. De haberlo dicho en la España inquisitorial seguramente habría sido purificado de mis magras verdades o expulsado de Bharata, antigua India, como un ignoto predicador. Pero no estoy allí para mi bien ni es a la iglesia o al templo a los que me dirijo.

«Pues atañe lo presente dicho especialmente a los que no hablan sin libro en mano, y a ellos les pregunta irreverente, en qué se han desempeñado esos santos de escritura a lo largo de una eterna existencia sino al repetir obstinados cuanto se les ha dado a guardar, en dispensarlo en pequeñas cantidades al vulgo, a la corte, al rey o al emperador. Son unos banqueros que rinden pocos réditos y cobran muchos intereses. Qué ha sido de su colaboración íntima con Dios en su obrar sino en lo que puede asignársele fácilmente a un contador, un escriba, en la repetición e interpretación de algo dado. Se mantienen sin salirse del margen permitido por no tener suficiente fe para esperar que los reciba Dios al final del abismo, seguramente. Si para nuestra época el científico reverencia, por poco paralizado, a las leyes naturales tomando apenas nota de su imparcial decreto, el siervo de Dios, casi su esclavo, lo deifica sin inmutarse, sin inquirir ni desafiar su autoridad para algo que no implica destronarlo sino explorarlo en lo que se escapa a nuestros oídos.

«El artista, es cierto, toma de algo aprendido, de algunas lecciones, de reglas básicas al principio para dar aliento posteriormente a un ejemplar inigualable. Es claro también, que no es artista el que reproduce imágenes como lo hace actualmente una prensa. Con unas notas preestablecidas, se forman las sinfonías y las operas; pero ninguna sinfonía y ópera estaban dichas de antemano en sus manuales; o se atreverán decir que cada efecto está dormido en la causa, a la expectativa, en potencia. Están perdidos por lado y lado, pues de ser así, regresando al infinito Dios que nos abruma, de causa en causa. estará en él el germen de la música y en el músico su más claro devoto. De lo contrario, en  la inspiración y autonomía del artista, se expresaría con nueva voz y a través de otro medio la exuberancia de Dios, y de esa manera, en él seguiríamos. Y cómo lo hicieron los románticos, caballeros: fue la ruptura con los cánones musicales la que produjo a nuestro Beethoven, a nuestro Wagner, y no podría sugerirse, por obvias razones, en el aprendizaje de los artistas clásicos su negación, pero, no obstante es posible, como intenta toda constitución, marginar a su postrera derogación en el último artículo, recóndito e inaudito.

«En el amplio espectro que comparten la religión y arte, como vínculos con Dios, cómo podemos aceptarles a unos que repitan de un modelo y a otros, exigirles, en cada acto, ser inigualables. Se dirá que la palabra de Dios no se cuestiona y que al ser perfecta simplemente se transmite. Como si acaso en las malinterpretaciones no estuviera Dios de otra forma no esperada, original y diversa, o de la contaminación de un elemento no surgieran nuevas sustancias.

«En qué estima tenemos a ese que se proclama como más cercano a la divinidad por sentarse a esperar cada año la crecida, sin atraerla ni pedirla. Es innegable que desde esta atalaya, lo dado es bastante amplio, y por cada escritura respira Dios su esencia; pero en ejercitar la creación a través de nuestras manos somos las propias escrituras. Si al pintar fuera de la línea divisora de la figura, el artista contempla y alcanza nuevos horizontes, son horizontes posibles dentro de Dios desde siempre, y cómo no, pero que sólo habrán sido posibles para nosotros por medio de ese artista: una porción de la revelación de Dios en ése, tan particular y diminuto artista.

Los sacerdotes, maestros en repetir trabalenguas, han erigido una amplia fama en medio de la infamia y la reproducción. La tradición se desgasta por verter en los nuevos prospectos y posibilidades, las viejas ataduras sin explicar con suficiencia por qué pudiendo dar un paso hacia delante, explorando las galerías interminables de Dios, decide por miedo y cuidado pastar en el plano y cómodo espacio del conocimiento adquirido. Lo insaciable del artista no es codicia; en su genio es loable el advenimiento irrefrenable de Dios. Sin artistas Dios enmudece su gloria.

«El sacerdote se atiene a ver pasar el rio; el artista que para fecundar la tierra, le abre nuevos canales, la atraganta de su agua y conecta lo árido con la vida.  Es gracias al arte que afloran por su mano los jardines, no por las habladurías del sacerdote, que destruye la lozanía de cualquier paisaje.

«Y en los pertrechos de la cofradía de Dios para su labor eucarística, se encuentran sus estrafalarias interpretaciones, manifestando que sobre cualquier asunto, aun sobre lo dado por el mismo Dios, no está todo dicho, ni escrito. Y tenemos misiones, escuelas y doctrinas que difieren en lo que leen de un versículo o un sloka. Pero quizá no tengamos noticia de que algún artista, sobre un mismo punto, en lugar de definirlo para siempre en su obra, haya querido algo distinto de hacerlo diferente y suyo. En la alteridad está lo divino, en su inagotable regeneración artística. La asociación de todas las religiones bajo unos elementos comunes, ha sido otra de esas empresas modernas que no quieren dejar a Dios sin regla, a cualquier escritura sin su comprensión genérica. En el arte es la disparidad la que motiva, la creatividad, la continua exploración de lo imposible.

«No importa cuán extenso sea el universo infinito, ya que en la ejecución de un soberbio verso poético somos Dios ejecutando al universo entero, hacemos visible lo invisible, le damos al sacerdote lo que él considera desde la eternidad por Dios dado. Y al hablar creamos tanto como al callar creamos, pues la música se constituye por silencios y notas. Son Dios los artistas cuando lejos de contemplar la cuerda, al convulsionar, la cuerda por su mano vibra, y por su mano para; la vida y la muerte, son proyectadas en la vibración y la pausa. Se nos invita a regresar al origen, pero el origen está delante nuestro cuando al inventar emulamos al ser y la nada.

«Buscan la pasividad, la alegría perpetua, pero tampoco la alegría está contemplada en una única forma per secula seculorum. Al creador sus herramientas, para que como demiurgo construya al espíritu, en locuaz interferencia con lo tradicional, pero de alguna forma y en algún lugar posible pero actualmente impensado; otrora imposible, claro, para ti, hereje y mundano, que con ello infestas de lo caótico al orden de nuestras mentes y se permita a Dios hablar como quiera y no como nosotros queramos entenderlo, eterno y siempre el mismo, para todos el mismo. Cuando por el artista sabemos que también es efímero, fugaz, particular y variable.

 «Un placer estético, de un artista, un viso placenteramente encomiable.

«Y nosotros, alejémonos de la parsimonia del sacerdote, de lo anodino de su palabra y creémoslo tal como en él creemos, con potencia y la virilidad de quien se encuentra situado en el frente con los dioses y no en sus barrancas.»

El poeta fracasado

Cómo llamar a ese bienaventurado que ha llegado al estado de la percepción sin límites, de conexión con lo que es, de lo manifiestamente bello y desnudo, despojado del concepto y la perogrullada del juicio, cuando de eso que ha visto no puede hacer alarde, no puede llevarlo a su lira, ni amasarlo en greda, ni tallarlo en su escultura de madera o granito, escribirlo en versos o prosa; cómo llamarlo cuando ese infeliz, no puede si quiera pintarlo el lienzo. Cómo llamar al que llega a situarse y anclarse en el trance de la beatitud, pero no pudiéndose mantener en ello, al volver, tampoco puede transmitir su fuerza. Ése que debatiéndose entre mascullar o balbucear lo que quiere decir, opta por guardar silencio.

Impotencia o impotente, puede llamársele a su padecimiento o linaje, pero no se haría justicia a su estado, a su cumbre, al esfuerzo que hizo en la detención contemplativa, o a la acción contemplativa, porque no es precisamente un reposo, pues al percibir lo intemporalmente bello, los momentos no discurren y el alma se regocija, se revuelca, crece en el eco y en el caos, y por muchas horas que pase viendo el cuadro o escuchando la viola, sintiendo el relieve de los óleos, por desequilibrados que se comporten sus ojos, permanece inalterado como su entorno. El tiempo sólo ha importado para quien se siente viejo, atareado, impedido en su ocio por verse alcanzado por las responsabilidades inútiles al espíritu pero de algún modo vitales para reemprender el camino al trance. Se trata de atravesar el plano del movimiento temporal, para situarse en la movilidad perpetua, que sigue otro compás, otro tempo, que hace vibrar la sangre, estremecer el cuerpo, detener el tiempo, es decir, superar el tiempo.

Sólo quien es artista o músico, sabe a ciencia cierta por qué agradecer a Dios. Sólo quien ha percibido la belleza llora en su contemplación y agradecimiento. Sólo para quién se ha permeado por los colores vívidos, o ha sido tocado por los tonos más sombríos, para él, cobra un matiz su vida. Quién no se haya dejado impresionar por Van Gogh, seducir por Bernini, vagar por Constable, emocionar por Beethoven, quien no conozca el placer de los sentidos, en su expresión sutil y también en la densa, quien no haya probado juntar el escarlata con el blanco, el carbon con la pared, no tiene de qué agradecer a dios fuera de sus necesidades primeras que comparte con todos, y por ende, con una gratitud tan estandarizada y popular, que no es una voz que agrade a los oídos de quien a cualquier criatura abastece. A menos que en cada palmo de la naturaleza encuentre con qué exaltarse y delirar, con la más humilde de las expresiones del paisaje, con cada atardecer y amanecer, que es un sol que alumbra y se recoge para todos por igual. Si no es ese ‘a menos’, si nada lo conmueve, al recibir en contrapartida los favores, nada diferencia al hombre o mujer, del perro que se frota contra su amo.

Y es que el individuo y la individualidad fundante -del conocimiento, de la sociedad, de nosotros mismos- es un acontecimiento histórico, una posibildiad realizada, no un a priori de la historia. Nos hacemos cada día, nacemos cada día. Morimos cada noche. Que la individualidad sea una categoría inamovible en los análisis sólo demuestra que el fluir de los pensamientos se ha estancado y no precisamente en el mejor de los hitos de lo histórico ni en el mejor de los momentos del hombre. Ese hito que banalmente el hombre, satisfecho consigo mismo, siembra como baliza para descansar: ya sea por apatía, quietud o ignorancia. En esa rebelión contra la divinidad imperante, que en lugar de reprimir motiva al alzamiento y al trance, el hombre, que se autodenomina como medida de todas las cosas en razón a no buscar por encima de su baja altura, es un metro muy corto, una regla a la que le faltan números, un ente que se concibe diminuto, fundante eso sí, de un imperio de pigmeos. Y todo por querer ser centro y eje de algo que se desborda siempre de sus límites.

Sin esos viajeros de lo mágico, no habría ni el menor vislumbre de lo sacro; sin los sabios, no tendríamos atisbo alguno de sabiduría. Sin los músicos y su indescifrado lenguaje que no responde a letras o gramática, estaría huérfano el oído. Pero aún así, tal como ocurre con el sabio, el artista, escultor o músico, que el poeta intente plasmar con todos los recursos del idioma, en versos que capten ese trance, pero que por más que lo intente, toda palabra o retórica se quedará corta y los colores de la paleta serán insuficientes. El material muy blando, el mármol muy opaco. Siempre faltará habilidad y estima, porque todo poeta, por muy poeta que sea, al intentar capturar el ser, será un poeta frustrado. Y la gracia del Ser permanecerá infranqueable, permitiendo que el espíritu se acerque a ella pero no tocándola, para mantenerla inmaculada, sin rastro humano que encubra su belleza.

Quizá pueda el poeta nombrarla en voz baja, para no ahuyentarla y que en su defensa nos cierre las murallas, en una merecida bienvenida a un ser que, pudiendo venir lleno de euforia y canto, trae a su llegada, destrucción, colonias y espanto. Quizá pueda nombrar a la belleza en voz baja, mencionarla en sus poemas, pintarla, grabarla en la roca, componerla en tonos y tonalidades, y, llamarse a sí mismo por hacerlo, ya no medida de cuanto existe sino sabiéndose impetrado ante la magnanimidad y la gracia de lo bello, con un desenfreno de sinceridad antes que de modestia, como un poeta fracasado. Siendo de esa manera, a través del arte, lo máximo posible y del hombre,  lo mínimo esperado.